¡Oh, madre Gaza, y tú, hombre de corazón endurecido!
En el desierto inútil de vuestras vidas,
donde el polvo y el llanto
se entrelazan como amantes malditos,
allí florece el dolor, agudo
como el grito de un niño en la noche.
Madre, mártir de la esperanza,
en la penumbra de escombros humeantes,
¿Quién te abrazará en la brutalidad
de un cielo que se ha vuelto de piedra?
Tus manos, que una vez acunaron sueños,
ahora sostienen la sombra del cadáver,
y tu corazón, templo de amor,
es un cráter de huesos insondable.
¡Gaza, madre lacerada!
Tus calles, arterias de angustia,
se llenan con los ecos de hijos caídos,
de juegos y risas rotos en el instante,
de risas ahogadas por la furia del plomo.
Hombre, tú que has endurecido tu corazón,
en la vastedad de tu indiferencia,
¿Quién te redimirá de la oscuridad
de tus propios actos?
Tus manos, forjadoras de ruina,
llevan ahora la marca de la sangre,
y tus ojos, espejos de frío,
se hunden en fango del nicho.
Por cada hijo arrebatado,
un signo mutilado,
una estrella extinguida
en el firmamento helado.
Madre Gaza,
en tu dolor veo la piedra
de un mar que se niega a sucumbir,
la dignidad de quien ama
más allá del abismo,
más allá del desgarro.
¡Oh, madre y hombre!
Que vuestro genocidio sea la roca
en esta noche sin tregua,
y que el eco de vuestros nombres
resuene en la memoria del mundo,
como un grito de resistencia,
como una oración tallada en piedra.
Que el dolor de la madre, puñal ardiente,
hiera en lo profundo del corazón inhumano,
despertando la piedad dormida,
la humanidad olvidada,
y que nunca más, en ningún rincón,
sean silenciados sus lamentos.
¡Requiem por vosotros!
Que en el susurro de las estrellas,
en el lamento del viento,
encuentren redención,
y que el eco de vuestros horrores
se convierta en un canto de resistencia,
en una promesa renovada,
de un mundo que no acaba
de renacer de sus cenizas.