El cigarro en la noche
es el punto de mira de la muerte,
fósforo en mano,
susurra promesas inseguras
de incierta eternidad.
Las brasas se encienden
como recuerdos de amores caídos,
en la penumbra, sola,
donde las sombras
son espectros sin piel.
Ay, amigo, que escuchas
¿ves cómo danza la llama,
como danza la ausencia?
En cada bocanada
se deshojan los días,
pétalo a pétalo,
y el humo serpentea,
como un fantasma
que acaricia el aire,
desdibujando las líneas
entre lo que somos
y lo que fuimos.
La muerte nos observa, cínica,
desde aquel lado de la trinchera,
como un amante rechazado
que aún susurra versos al oído.
La noche es un lienzo negro
en que las estrellas son agujeros,
por donde se escapa la vida,
lenta, sigilosa, hacia lo ignoto.
Encendemos otro cigarro,
como quien revive un viejo ritual,
con el viento de la soledad
silbando melodías de antaño.
Y en ese instante, lento,
en ese preciso
y quebradizo instante,
somos más que carne y hueso,
somos humo y ceniza,
somos nada.
La luna es testigo,
cómplice silenciosa
de nuestro soliloquio,
iluminando apenas
las grietas de nuestra frágil piel.
Y mientras el cigarro se consume,
nos consumimos también,
en el abrazo efímero de la noche,
con la muerte en el pecho.
El cigarro en la noche
es el punto de mira de la muerte,
un pacto fugaz con la sombra,
una tregua en la vasta negrura.
Y tú y yo, amigo mío,
somos los funámbulos
en esta cuerda floja, ilusa,
bailando al filo del abismo,
con el humo como única compañía.