Hijos de la serpiente
Nacemos de la grieta,
de la escama rota,
del aliento que arde
en la lengua oscura
de lo prohibido.
No venimos del jardín,
sino del desierto,
donde el eco es más fuerte,
donde la mordedura resuena
en cada músculo,
en cada idea.
La fruta que nunca comimos
ya está dentro.
El árbol ya se quebró
y sus raíces
son nuestros dedos
hurgando en la tierra
del olvido.
No somos los hijos
de la primera luz,
sino de la sombra
que se desliza
por el vientre del caos.
Somos aquellos
que ya no temen al deseo,
que juegan con los bordes
de la eternidad,
con las reglas rotas
y la tinta que se derrama
sobre la página blanca
del miedo.
Hijos de la serpiente,
en cada mirada está el juicio,
en cada paso, la caída.
Pero el abismo nos llama
con su lengua bífida,
y somos su eco.
Nos arrastramos
en el polvo del silencio
y nos reímos
porque ya no hay censura
en la luz
de este mundo nuevo.
El árbol ya no existe,
ni la manzana,
solo el veneno
de la verdad desnuda.
Y en cada músculo,
cada célula,
está la marca
de un pecado
que jamás fue pecado.
Nos deshicimos de Adán,
y Eva se disolvió
en la memoria olvidada
de todos los nombres
que ya no se pronuncian.
Somos hijos de la serpiente
y su canto es
el único himno
que nos queda.
En él,
la redención no está en el perdón,
sino en el abrazo
a la carne,
al deseo
y a la caída.
Vivir es morder.
Vivir es ser mordidos.
Y eso
es lo único
que sabemos.