Tejo guirnaldas con manos temblorosas,
entre los bosques errantes donde las flores salvajes
susurran secretos al viento.
Espinas crueles rasgan mi piel,
y en cada espasmo de dolor,
la tierra bebe mis lágrimas silenciosas.
Por tu paso, mi alma desfallece,
bajo la ráfaga voraz del olvido.
Con fervor, ofrezco mis ruegos,
atesorados como joyas ocultas,
soñando con el brillo de tu sonrisa.
Mis ojos arden,
abrazando el abismo vacío,
un espacio que nunca se llena.
El anhelo brota como raíces hambrientas,
aferrándose al eco de un amor inalcanzable.
Nunca anticipé que la noche,
con su manto funesto,
engulliría mi esperanza.
Lloro bajo su sombra implacable,
incapaz de entregarte las flores,
porque nacieron solo para mí.
En los umbrales donde las flores lloran,
lágrimas de pétalos se derraman
sobre el vacío que late,
un abismo que las abraza
con el frío susurro de la nada.
Las espinas del anhelo se alzan,
como testigos dolientes,
perforando las sombras de un ayer
que aún resuena en el eco callado
de las guirnaldas marchitas,
fantasmas de fiestas olvidadas.
Son ecos que navegan en la sombra,
remolinos de recuerdos
que nunca llegaron a tocarte,
flores que temblaron al borde del encuentro
y se desplomaron antes del roce,
mientras la noche devora los sueños
con sus fauces de silencio y bruma.
Raíces enredadas en la tierra de un amor perdido,
arraigadas en el suelo de lo imposible,
se hunden en el bosque de la ausencia,
donde los árboles son columnas del olvido
y las hojas cuchichean secretos rotos
al oscuro tejedor de lágrimas.
Sus hilos, bordados con melancolía,
trazan paisajes que nunca fueron,
sendas que desaparecen al ser halladas,
y en cada puntada de su labor sombría,
nos perdemos, de nuevo, en la penumbra
de lo que nunca pudimos retener.