Fumo el humo
de mis pensamientos,

y en cada bocanada
encuentro refugio
en el laberinto
de mi mente.

Me pierdo
entre las espirales grises,

donde se desvanecen
las angustias y las incertidumbres,

y donde el tiempo se diluye
en una danza de luces y sombras.

Bebo de las fuentes de la vida,

de las aguas frescas y cristalinas
que sacian mi sed
de experiencias.

Cada sorbo es un brindis
a la existencia,

un encuentro
con lo efímero y lo eterno,

con la dicha y la melancolía
que se entrelazan como hilos de oro
en el tapiz
de mi destino.

Como los frutos
del día y los sueños
de la noche.

Devoro el pan de cada jornada
y saboreo el néctar
de las ilusiones.

Cada bocado es un encuentro
con el presente,

un vínculo con la tierra
y el universo
que se funden
en mi ser.

Duermo
en los brazos
de la Luna
y en el regazo
del silencio.

Me sumerjo
en la quietud
de la noche,

donde los sueños se entrelazan
con la realidad

y los secretos del alma
se revelan
en susurros.

Me desespero
en el laberinto
de mis dudas y mis miedos.

Las sombras me acechan
y los demonios internos se agitan,

desafiando mi cordura y mi valentía.

Pero en esa desesperación,

encuentro la fuerza para enfrentar
los abismos

y los fantasmas
que habitan en mi interior.

Y entonces, vuelvo a empezar.

Como vorazmente el sol
que se alza cada mañana
en el horizonte,

renazco de mis cenizas,

de mis fracasos y mis temores.

Vuelvo a ser el niño
que juega
con la vida,

el poeta
que se embriaga
de versos,

el navegante
que surca los mares
del destino.

Así es mi danza
con el tiempo,

mi baile
con la vida.

Fumo, bebo, como,
duermo, me desespero
y vuelvo a empezar.

En cada ciclo,

descubro
que no soy más
que un cuerpo
y un nombre,

soy un ser en constante transformación,

un verso que se escribe
cada día
en las páginas
del universo infinito,

desesperadamente.

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